Psiquiatras, psicólogos y otros enfermos.

RegalusNavideñus (parte 3)
No me gusta mucho el humor vía escrita, depende mucho más del arte de escribir que de la propia gracia, y en el arte de escribir hay demasiado truco. Para reirme de buena gana necesito ver el careto, el gesto, el tono de voz, es la única manera de comprobar que realmente alguien puede transformar sus paranoias en algo cachondo.
En la excepción me encuentro con Rodrigo Muñoz Avia y su libro "Psiquiatras, psicólogos y otros enfermos", el cual acabé leyendo a escondidas porque en casa no entendían muy bien que se me saltaran las lágrimas de la risa mientras leía un libro, y ante la propia descripción del mundo Psikiatril por parte de Rodrigo, temía muy-mucho que me acabaran llevando a alguna consulta. Me acabó gustando eso de esperar a quedarme sola para leer a Rodrigo.
Aunque este libro no es una novedad editorial del año que nos ocupa (mejor, menos clave), me parece un regalo perfecto para empezar el año con un buen deskojone.
(Imprescindible tener sentido del humor. Ah! y no ser "PSI-algo"!!


FRaGmeNToS
Hola. Me llamo Rodrigo. Rodrigo Montalvo Letellier. Antes de ir al psiquiatra yo era una persona feliz. Ahora soy disléxico, obsesivo, depresivo y tengo diemo a la muerte, o sea, miedo. En el psiquiatra he aprendido que la palabra felicidad es una convención que carece de sentido. He aprendido que el hecho de volver a ser feliz algún día no sólo es imposible, sino completamente imposible. Ahora me pregunto más cosas de las que me gustaría: sobre la muerte y sobre la vida.
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El gato de mis hijos es un gato persa himalayo de un tamaño descomunal, y su principal peculiaridad es que en vez de maullar, ladra. Esto lo digo completamente en serio, aunque nadie me cree nunca. Ese gato, a diario, cuando llego a casa para comer y abro la puerta del garaje con el mando a distancia, me dirige su mirada cruzada desde lo alto de su columna (una de las columnas de ladrillos que delimitan la cancela exterior) y emite unas extrañas ventosidades con la boca, sonidos guturales muy secos y cortos, que si no fuera porque provienen de un gato, nadie dudaría en denominar ladridos.
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La figura del exhibicionista del pinar es una de las más antiguas de nuestra urbanización, aunque tengo que reconocer que yo nunca lo he visto. A veces pienso que es uno de esos mitos que la gente se inventa, como la mano negra que salía de los retretes en mi colegio, pero lo cierto es que cada tres o cuatro meses se crea un gran escándalo en nuestra urbanización ante una presunta aparición del hombre de la gabardina. Dicen que la gabardina que lleva es de marca —no sé quién tiene tiempo para fijarse— y eso les hace pensar que el exhibicionista es del barrio. Así es la gente de mi urbanización: están convencidos de que sólo ellos en el mundo tienen dinero, o derecho a tenerlo, o derecho a comprar determinadas marcas. También dicen que el exhibicionista es en realidad un espíritu, el espíritu de don Luis Guijarro, empresario extremeño que, por lo visto, murió en el propio pinar en brazos de una prostituta. En fin, no lo sé. Yo, ante la duda, cuando tengo que comprarme una gabardina, procuro comprármela de las baratas, por si acaso.
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Yo he trabajado en Germán Montalvo desde los veinticinco años. Empecé desde abajo: mi padre, como buen hombre de empresa, no quiso ponerme las cosas fáciles. Hoy ocupo un despacho casi tan grande como el de mi padre y pegado al suyo. Mi padre tiene ya setenta y cuatro años y aunque viene todos los días a la fábrica, la única misión que le queda es la de despachar un rato conmigo. Es lo que yo llamo «transmisión de poderes», un antiguo ritual basado en la idea de que, por el momento, él puede morir y yo no. Esta idea no está del todo justificada y a veces pienso que, al igual que hacen el Rey y el Príncipe de España, mi padre y yo deberíamos viajar siempre en coches separados, y de esta forma evitar que los dos muramos en el mismo accidente y todo aquello que sólo nosotros sabemos sobre la empresa se pierda irremediablemente.
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Por las noches me gusta por encima de cualquier otro el momento de meterme en la cama y cubrirme con la funda nórdica. Desde la paz y el calor de nuestra habitación oigo pasar el coche de la empresa de vigilancia que patrulla la urbanización toda la noche. Cada media hora aproximadamente, se acerca hasta nuestra habitación el sonido de ese Ford Fiesta cascado, parecido al de un taxi, y que antes de que te des cuenta ya está alejándose de nuevo, entre una interminable colección de chalets parecidos al nuestro. El sonido del coche de vigilancia es como una música arrulladora que nos permite dormir y que salvaguarda la paz de nuestras conciencias. Los esporádicos ladridos de Arnold, peleándose con otros gatos, nos recuerdan que en algo somos distintos de nuestros vecinos.
(Esto es sólo el empiece, "Psiquiatras, psicólogos y otros enfermos")

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