EL CORAZÓN HELADO

Durante los primeros días de su viaje, en eso parecía ir a quedarse todo, en nada, Sevilla preciosa, eso sí, Córdoba también, y Granada resplandeciente como una novia que extiende su velo de casitas blancas entre los montes nevados y la vega verde. Ésa fue la foto que le salió mejor, aunque hizo algunas muy bonitas en el barrio de Santa Cruz, y un retrato nocturno, espléndido, de Raquel sonriente, guapísima y medio borracha, delante del Cristo de los Faroles. Le gustó mucho andalucía porque, su padre madrileño, su madre aragonesa, no esperaba gran cosa de ella. Le gustó tanto porque lo que esperaba, la imagen típica del señorito a caballo con morena de faralaes y pendientes de plástico a su grupa, era mucho menos que lo que encontró, la lentitud del tiempo en aquellas ciudades esclavas de su propia belleza, el equilibrio antiguo del agua que suena siempre, entre la cal y las flores, el encaje laberíntico de las calles estrechas que crean al cruzarse rincones asombrosos, y una particular elegancia, una sutileza natural en las personas, pero también en las cosas. Aquello era extrañeza de lo imposible (...) 

-¿Todavía estás en Sevilla?-y la voz de su madre temblaba al otro lado del hilo. -Sí, todavía. Nos vamos mañana. (:::)  

-¡Ay, coño, mi deo!- protestó Raquel, antes de chuparse el índice enrojecido de la mano derecha. -¿Cómo que tu deo?... Será tu dedo. Raquel le miró un momento como si no le entendiera, y al escuchar su respuesta, él comprendió que, en efecto, no le había entendido. (:::) 

Desea el hombre una cosa, parece un mundo, luego que la consigue, tan sólo es humo, unos versos tan simples, tan complejos, tan elegantes, tan exactos, tan rotundos, tan pequeños y tan universales a la vez en aquella voz astillada, aguda y ronca, fina como el cristal, como una aguja gozosa, un arma transparente. (página 618 de 919) EL CORAZÓN HELADO - Almudena Grandes


 

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